Para Daniel Carrero era un día normal como cualquier
otro en La Candelaria. Nadie espera despertar sabiendo que es
el día de su muerte, mucho menos cuando se tiene 32 años, un cuerpo sano y dos
hijos por los cuales luchar.
Como todos los días, el 13 de marzo de
2015 fue a trabajar. Dedicado en los últimos años a la compra y venta de
vehículos le estaba yendo muy bien, y no por suerte sino por la dedicación y el
talento con los que emprendía cada negocio. Para “Carrero”, como le solían
llamar sus familiares y amigos, era desconocido e indiferente que un distribuidor
y consumidor de drogas había decido celebrar su cumpleaños con un muerto.
Transcurrido el día, cuando eran las 9 de
la noche, decidió visitar a una de sus hijas, para
entregarle la mensualidad a su madre, de quien se había separado meses atrás.
Vestía pantalones bluejeans, una camisa color rojo, e iba en su nueva moto a 50
kilómetros por hora cuando se enfrentó a lo inevitable.
Unos trozos de alambre de púa y vidrios le
hicieron perder el control de la moto y cayó al piso sin poder siquiera
evitarlo. Notó rápidamente que un hombre se acercaba a él con una mirada
penetrante y desquiciada. Intentó correr hacia su moto, en ese momento sintió un dolor agudo en su
pierna que lo obligó a perder unos segundos para revisarla. Estaba rota, eso
era seguro, pero no podía detenerse, el hombre que le seguía estaba muy cerca y
sabría Dios que había en su cabeza.
Se arrastró hacia la moto y la encendió
apresuradamente, logró arrancar cuando otro hombre que no había vislumbrado le
arrojó una cuerda con excelente puntería. Una vez más cayó de la moto, ni su
grueso pantalón de jeans podía ocultar el temblar de sus piernas, aquello era
lo último que había imaginado para decir
adiós a la vida.
Los dos hombres se acercaron, él dolor y
la adrenalina luchaban mientras intentaba huir, pero no tardaron en alcanzarlo.
Lo arrastraron unos cuantos metros hasta una puerta de color marrón. Carrero
notó que una señora estaba asomada en una ventana, gritó auxilio todas las
veces que pudo pero nadie apareció, nadie hizo nada.
Una vez en la habitación, las lágrimas en
su rostro evidenciaban el miedo que había en todo su ser. Los causantes de su
tragedia reían como esquizofrénicos, bebían y le escupían.
― “Te dije que
celebraría con un muerto”, dijo uno de ellos que era moreno y bastante alto.
― “Claro que sí,
lo que dice lo cumples jefe”, respondió uno más menudo entre carcajadas.
Comprendió que si no hacia algo, aquel
sería el último día que podría hablar, llorar, reír, ver a sus hijos o
simplemente despertar.
― “No me maten
por favor, les doy lo que quieran, tengo otros carros y dinero en mi casa”,
exclamó.
Aquellos hombres inescrupulosos le
respondieron con patadas y golpes con tubos. Entre gritos y llantos pidió
compasión, pero eso sólo les generaba más morbo y la paliza se acrecentaba. Lo
torturan con cualquier cantidad de raros objetos y le fracturaron innumerables
huesos. Como una película recordó a sus hijos, a su madre, a sus hermanos y
amigos, y todos esos sueños que hubiera querido cumplir. Mientras tanto, uno de
ellos tomó un cuchillo y comenzó a apuñalearlo una y otra vez, hasta que un
último suspiro indicó que había llegado a su fin.
Su “fiesta” continuo, hasta que el alcohol
y las grandes dosis de droga les tumbaron en un profundo sueño. Aunque pareció
que nadie hizo nada esa noche para evitar la muerte de aquel muchacho, que coincidió
en tiempo y espacio con una celebración macabra, si hubo alguien que llamo a la
policía. Pero no fue sino hasta las 7 de la mañana que se escucharon las inconfundibles
sirenas de una patrulla.
Identificado como “Carlos Hidalgo”, uno de
los asesinos calló abatido y el otro escapó antes de que pudieran conocer su
identidad. Los policías entraron a la habitación de tortura, y ahí estaba el
cuerpo del joven, completamente fracturado y con sus órganos fuera de lugar.
La vida de Carrero puede ser desconocida
para muchos, un padre trabajador con metas que cumplir puede parecer
irrelevante. Pero su muerte se suma a la de muchos otros que como él, dijeron
adiós a este mundo con una maleta de sueños que alguien más les robó en el
camino despiadadamente.
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